sábado, 23 de junio de 2007

LITERATURA Y VIDA


Conferencia de Mario Vargas Llosa en Quito- Ecuador, el 19 de junio del 2007

Señoras y señores, queridos amigos. Permítanme ante todo agradecer al Banco Pichincha por su amable invitación para visitar Ecuador y a todos los ecuatorianos, personas e instituciones, que desde que Patricia, mi esposa, y yo, pisamos esta tierra hospitalaria nos han dado tantas muestras de cariño y de amistad. Agradezco mucho también a Antonio Acosta por esas palabras generosas que ustedes acaban de escuchar.

Voy a comenzar esta charla contándoles una anécdota que creo, al igual que yo, han vivido muchos escritores en alguna feria de libro, en una firma de libros en una librería con motivo de la salida de una nueva novela. Inevitablemente les ha ocurrido que aparezca frente a ellos un señor con un libro en la mano, que le alcanza diciéndole: “¿Sería usted tan amable de ponerle una firmita? Este libro es para mi esposa, o para mi hermana, o para mi hijita, que es muy aficionada a la literatura y es una gran lectura”. Siempre que me ha ocurrido esto, y me ha ocurrido muchas veces, respondo: “¿Y usted no lo es? ¿Usted no es buen lector? ¿A usted no le gusta la literatura?”. La respuesta es siempre la misma: “Sí, claro que sí, pero yo soy una persona muy ocupada”.

Analicemos un poco lo que está detrás de esta frase. Lo que está es una idea de la literatura como una actividad entretenida que seguramente enriquece la sensibilidad de las personas, que les ofrece una distracción de alto nivel, pero una actividad que es fundamentalmente una distracción, un entretenimiento, una diversión. Algo parecido al bridge, al ajedrez; en resumidas cuentas: una actividad prescindible.

¿Es esto cierto? Yo creo que no lo es y ese será el tema de mi charla de esta noche. Yo creo que desde luego la literatura es un entretenimiento, un entretenimiento extraordinario, un quehacer que depara un inmenso placer, pero creo que con ese entretenimiento y ese placer, la literatura nos aporta algo mucho más duradero y profundo, algo que transforma íntimamente nuestras vidas. Y es verdad que en nuestro tiempo las mujeres leen mucho más que los hombres. Todas las encuestas que se han hecho al respecto son terminantes. Hace uno diez años en España hubo un célebre sondeo que hizo la Sociedad de Escritores y de Autores sobre la lectura en España. Más o menos el número de lectores mujeres superaba en casi 10% a los hombres, en lo que se refería a materias humanísticas y principalmente literarias.

Eso que ocurre en España, ocurre en América Latina y prácticamente en todos los países en los que yo he estado y he llevado a cabo mi encuesta particular. En las librerías siempre encontré más mujeres que hombres. En las facultades de letras, el número de estudiantes mujeres supera y a veces duplica o triplica el de hombres. En las conferencias literarias lo mismo. Yo estoy seguro que esta noche, si hiciéramos aquí una estadística de las personas que colman este teatro, las faldas derrotarían a los pantalones por goleada.

Yo me alegro mucho por las mujeres, reconozco que probablemente en el futuro, la cultura, la literatura, las artes, adopten un mundo fundamentalmente femenino, porque las mujeres, sobre todo, han asumido la responsabilidad de mantener viva la literatura y la cultura. Pero lo siento mucho por los hombres porque creo que prescindir de la literatura constituye una extraordinaria merma intelectual y vital.

¿Es posible demostrar esto? Yo creo que sí. Una de las funciones esenciales que tiene la literatura en una época como la nuestra es la de mantener vivo un denominador común entre los seres humanos, en un mundo en el que la especialización de los conocimientos va creando, cada vez más, unas comunidades aisladas, confinadas en sí mismas, con unos lenguajes herméticos e incomunicables con los demás. La especialización es la característica central del conocimiento en nuestro tiempo y eso, desde luego, ha tenido consecuencias enormemente positivas para la ciencia y la técnica. Gracias a la especialización el conocimiento ha podido profundizarse y avanzar. La tecnología ha podido alcanzar los prodigios de que está rodeada nuestra era; pero al mismo tiempo la especialización ha ido desapareciendo esos denominadores comunes que permitían a los hombres y mujeres del pasado mantener una constante comunicación entre sí y sentirse próximos y solidarios. En nuestro tiempo, la especialización ha ido creando cada vez más unos lenguajes diferenciados, unos lenguajes a veces tan profundamente elaborados que llegan para el profano al puro esoterismo. Y detrás de ese confinamiento en lenguajes particulares hay una cierta visión ligera del conocimiento humano y de la vida del conjunto.

Pues la literatura es uno de los pocos quehaceres intelectuales que todavía sigue manteniendo vivo ese denominador común, porque la literatura no es ni puede ser jamás una especialidad. Desde luego, hay críticos y estudiosos de la literatura que han hecho de este estudio una ciencia y que han incurrido e incurren muchas veces en vocabularios especializados, ajenos, impermeables para los lectores comunes y corrientes. Pero eso no es la literatura, esa es una de las ramas más marginales, más tangenciales de la literatura. La literatura es algo que debe alcanzar al conocimiento y llegar a la sensibilidad de los hombres y mujeres comunes y corrientes. Porque la literatura, aún en los casos en que se vuelve una literatura experimental, audaz, desde el punto de vista técnico y formal, va dirigida al común de los lectores. Va dirigida a la totalidad humana, porque aquello que cuenta, que inventa, tiene que ver con la experiencia humana, en general.

Esa es una de las grandes funciones de la literatura, hacernos sentir a nosotros los lectores miembros de una comunidad. Una comunidad que no es solo la nuestra, la de la tierra donde nacimos, crecimos y vivimos, el país del que formamos parte, la lengua, que es también una comunidad que nos alberga, sino del conjunto de la humanidad, con todas sus diversas costumbres y creencias, lenguajes y tradiciones. Cuando nosotros leemos ‘El Quijote’ y nos dejamos encantar por su magia, retrocedemos en el tiempo y vivimos las aventuras de ese manchego enloquecido por las lecturas de los libros de caballerías, de una manera muy semejante a quienes leyeron ‘El Quijote’ por la primera vez y se rieron a carcajadas con las aventuras disparatadas, excéntricas, del caballero de La Mancha.

Cuando nosotros nos sumergimos en ese extraordinario lugar de ‘La Guerra y La Paz’, en el que Tolstoi describe las guerras napoleónicas, en las estepas rusas, vivimos esas aventuras de una manera muy próxima a como las han vivido, a lo largo de los años, prácticamente en todas las ciudades más o menos cultas del mundo, los lectores de esa obra magistral. Y sentimos lo que ellos sintieron y además lo que debieron sentir quienes, en la vida real, en la vida de la historia, le dieron a Leon Tolstoi los materiales de esa obra extraordinaria.

Nada como una gran obra literaria para despertar en nosotros un sentimiento de fraternidad y solidaridad con los seres humanos que están interpretados y expresados en esas fantasías que el genio de un escritor nos hace vivir como propias. Nada como la gran literatura para mostrarnos que a pesar de todas las enormes variedades de experiencias que la humanidad tiene consigue, existe una profunda identidad entre los hombres y mujeres, hablen la lengua que hablen, adoren el dios que adores y practiquen las costumbres que tengan. Nada mejor que ese conocimiento para combatir los prejuicios, esos prejuicios que están profundamente arraigados en todos nosotros y que nos hacen desconfiar de lo que es distinto, que habla un idioma que no entendemos o practica una religión y unas costumbres que no son las nuestras. Nada, pues en el fondo, mejor para combatir todas esas variantes de la estupidez, que son el racismo, la xenofobia, los prejuicios sociales, raciales, culturales, sexuales, que la buena literatura. Porque nada mejor que la buena literatura para mostrarnos lo cerca que estamos de quienes han compartido en el pasado y comparten con nosotros en el presente la aventura humana.

Esa es una de las funciones extraordinarias de la literatura en nuestro tiempo. Recordar que formamos parte de una comunidad. De que, a pesar de esa descentralización de los conocimientos, que nos va separando, que nos va distanciando, que va pulverizando y desapareciendo los denominadores comunes, seguimos siendo parte de una comunidad. Y que, no importa el color de la piel y no importa todas las otras variantes, a fin de cuentas superficiales, existe entre los seres humanos, de todas las razas, todas las religiones y todas las costumbres, una profunda igualdad.
La literatura tiene otra función principalísima. No existe otro instrumento comparable al de la buena literatura para conocer, dominar y aprovechar nuestro propio idioma. Expresarse con propiedad, conocer las infinitas posibilidades que una lengua como la nuestra, la española, tiene para matizar y precisar nuestras emociones, nuestros sentimientos, nuestras visiones, es consecuencia de la buena literatura. Un vocabulario rico, una corrección sintáctica, una capacidad de sutilizar la expresión y matizarla, es algo que sólo se adquiere leyendo la buena literatura. Eso no se aprende con los manuales, ni con las gramáticas, ni con los diccionarios. Desde luego que manuales, gramáticas y diccionarios son una excelente ayuda y sobre todo una manera de resolver los muchos problemas, las conjeturas con que nos enfrenta, muchas veces, nuestro propio yo. Pero dominar, sentirlo, conocerlo, poder valernos de él para expresarnos y para comunicarnos con los demás, y hacer conocer a los demás lo que pensamos o sentimos, es algo que solo podemos adquirir leyendo la buena literatura.

Estoy seguro que a todos de ustedes les ha pasado encontrar muchas veces a personas que son verdaderas eminencias en su especialidad, y que sin embargo, nadie lo diría escuchándolos hablar, por las enormes dificultades de expresión que manifiestan, por la torpeza con que eligen las palabras, una torpeza que muchas veces les hace decir exactamente lo contrario de lo que tienen la intención de decir. Estoy seguro que a muchas personas les ha ocurrido que al consultar un libro de ciencia, o de técnica, escrito por profesionales competentes, quedarse paralizados por la mala impresión que les causa el lenguaje en que esos libros están escritos. Esas personas son a veces químicos, biólogos, sociólogos eminentes, pero no son personas comunicativas. La cultura exige un conocimiento general de la experiencia humana, antes, por encima y por debajo del conocimiento especializado de una disciplina o de una técnica. Y ese conocimiento general, que en el pasado lo daban las humanidades, que por eso se llamaban así, debido a ese proceso inevitable, irresistible de la especialización de conocimiento, se ha ido concentrando cada vez más en unas pocas disciplinas y quehaceres, y entre ellas, primordialmente, en la literatura.

Era una función que en el pasado, en la más reciente antigüedad, la cumplía la filosofía. Pero la filosofía en nuestro tiempo ha sido también víctima de ese proceso de especialización y son muy raros los ensayos filosóficos contemporáneos que no exijan del lector que se sumerge en ellos un conocimiento previo, especializado también.

Afortunadamente eso no ocurre en la literatura, por eso la literatura sigue siendo el príncipe de las humanidades. Un quehacer que es absolutamente indispensable para poder expresar, comunicar el conocimiento que tengamos de una manera apropiada y precisa.

Existe en nuestra época una profecía agorera con la que ustedes seguramente se han encontrado en diarios, conferencias, libros o revistas: la de que la cultura del libro está dando las últimas boqueadas, condenada a desaparecer, por la presencia de una cultura audiovisual que puede cumplir todas las funciones que la cultura del libro hasta ahora ha tenido e incluso suplirla con creces. Hace algunos años el inventor de Microsoft, hombre respetabilísimo y admirable, estuvo en la Academia de la Lengua Española, en Madrid. Fue a resolver un pequeño diferendo: se había creado temor de que desapareciera la letra ‘ñ’ de las computadoras de todo el mundo, algo que por supuesto a los 400 millones de hispanohablantes en el mundo nos hubiera creado monumentales problemas babélicos. Imagínense ustedes el español sin la letra ‘ñ’ y las consecuencias que todo ello tendría, por ejemplo para la palabra España. Bueno, pues Bill Gates fue a la Academia Española y tranquilizó a los académicos españoles: la ‘ñ’ estaba y estaría siempre en las computadoras, con lo cual se estableció una relación de colaboración y amistad entre los académicos y Bill Gates. Pero inmediatamente después y sin haber abandonado el recinto de la Academia de la Lengua, Bill Gates dio una conferencia de prensa, una conferencia de prensa en la que dijo que esperaba no morirse sin ver realizado uno de sus sueños. ¿Cuál era ese? La desaparición del libro.

¿Por qué? Le parecía pues importante, necesario que desapareciera el libro. Explicó que con la desaparición del libro se cortarían menos árboles y habrían más bosques en el mundo y los seres humanos, también los animales, respirarían mucho más clorofila que hasta ahora. Y explicó que la desaparición del libro no iba, de ninguna manera, a empobrecer el conocimiento y la cultura, porque las pantallas de las computadoras podían cumplir todas las funciones del libro, sin excepción. Yo no estuve presente en esa ocasión, en la sesión de la Academia que recibió a Bill Gates, pero si hubiera estado allí hubiera protestado enérgicamente por la intención del fundador de Microsoft de mandarnos al desempleo a todos los escribidores librescos que creemos que el libro no debe morir.

Yo no creo que la literatura, tal como ha sido y tal como es, la literatura del libro, seguiría siendo lo mismo si el libro desaparece y la literatura pasa a existir solo en el recuadro de una computadora. Desde luego no estoy contra las computadoras ni muchísimo menos, creo que ellas han prestado un servicio impagable a la humanidad, pues gracias a ellas, por ejemplo, el conocimiento y la comunicación se han enriquecido de manera espectacular. Yo mismo me valgo de las computadoras, tengo en ellas una extraordinaria ayuda en mi trabajo, pero no creo que la computadora pueda hacer las veces de un libro en aquella lectura literaria, aquella lectura que requiere la intimidad y que lleva consigo una especie de ritual, un tiempo, unas pausas y sobre todo una intimidad. Creo que la literatura de computadoras sería a la gran literatura, a la literatura de Shakespeare, a la literatura de Cervantes, lo que son las radionovelas, o las telenovelas, en comparación a las grandes obras de la literatura universal. Creo que en tanto la tecnología, como los mecanismos que están detrás de la producción del objeto, del producto audiovisual, inevitablemente van estableciendo unos ciertos parámetros para la creatividad y que, como tienen la obligación de apuntar al mayor número, bajan inevitablemente los estándares de la creatividad.

Si eso ocurriera, alguna de las funciones esenciales, fundamentales de la literatura desaparecería, y la literatura se volvería lo que creen esos caballeros que no leen: un puro entretenimiento, una pura diversión. Y si la literatura se vuelve solo entretenimiento y diversión estoy seguro que sería derrotada por la diversión y el entretenimiento que ofrecen los medios audiovisuales.
Porque hay otra función que la literatura tiene, ha tenido en el pasado y la tendrá mientras viva, que es la de crear personas inconformes, inconformes con el mundo en que viven, inconformes con la realidad tal como está hecha. Personas desasosegadas, inquietas y que sienten en sí una incompatibilidad con todo aquello que la rodea. Esa es una de las consecuencias que tiene un gran libro en sus lectores. Cuando nosotros leemos una novela que nos seduce, una novela que nos arranca del lugar en donde estamos y nos sumerge en su propio mundo, haciéndonos viajar a veces en el tiempo, a veces en el espacio; que nos hace conocer en su entraña más íntima y secreta la vida de los personajes: sus amores, sus odios, sus dichas, sus desgracias, y nos sentimos partícipes de ese tramado intenso en perpetuo cambio, que es el de las relaciones humanas, y gracias a esa novela conocemos las causas y los efectos en las conductas de los seres humanos y al mismo tiempo estamos fuera de esa vida tan rica y tan diversa, tenemos una visión global de lo que es la historia, de lo que es la condición humana, de lo que son los destinos particulares y también los destinos colectivos. Y luego de haber vivido a lo largo de muchas horas, días, semanas de esa experiencia extraordinaria y regresamos a nuestra realidad, a nuestro mundo diario, ¡qué pequeñito nos parece este mundo!, ¡qué mediocre y limitada nos parece esa realidad real!, que es la nuestra, comparada con esa realidad ficticia que el genio de un escritor nos ha hecho vivir desde adentro.

Esa experiencia que nos hace gozar, que nos distrae, que nos divierte por supuesto, no es una experiencia inocente. Deja en nosotros una actitud de desapego y crítica frente al mundo en que vivimos. Inevitablemente cotejamos ese mundo nuestro con aquel mundo extraordinario, coherente, ese mundo intenso donde todo era bello, gracias a la magia del escritor, gracias a la palabra persuasiva del escritor. Incluso lo feo y lo violento, lo brutal, tenía una belleza que era la belleza de la forma en que aquello se encarnaba. Comparado con eso, ese mundo que nosotros observamos limitados, con unas orejeras, del que no tenemos jamás esa visión de conjunto, en el que gran parte de lo que ocurre se nos escapa y lo ignoramos, nos da por lo tanto una visión tan pequeña y muchas veces tan confusa y tan equivocada de lo que ocurre a nuestro alrededor, de lo que son los otros, de lo que somos nosotros mismos. Crea en nosotros inevitablemente una actitud de descontento y rebeldía frente al mundo real.

Esa es la razón por lo que a lo largo de la historia, sin ninguna excepción, todos los sistemas que han pretendido controlar enteramente la vida de una sociedad han desconfiado de la literatura, y han visto en este quehacer aparentemente tan benigno de inventar historias, de crear una realidad paralela con las palabras y con la fantasía, una actividad peligrosa, potencialmente díscola y sediciosa. Por eso han establecido sistemas de control y de censura para la actividad literaria. No hay una sola dictadura en la historia, no importa qué tipo de dictadura, si religiosa o militar, si ideológica o caudillista, que no haya intentado de alguna manera poner un cierto control en el quehacer literario. Y la verdad es que tenían razón, esa impresión de que en la literatura había un peligro contra lo que esos sistemas querían ser y hacer con la sociedad era cierta. La literatura nos muestra permanentemente que el mundo está mal hecho y el sueño de las dictaduras es mostrarnos exactamente lo contrario: el mundo, gracias a ellas, está bien hecho. La literatura nos muestra que el mundo tal como es jamás será capaz de satisfacer todos los anhelos que el ser humano puede albergar. El ser humano está hecho de esa extraña condición, la de tener una sola vida y sin embargo la de poder, mediante sus apetitos, sus deseos y sus fantasías, imaginar cientos, miles de vida diferentes, que no está en condiciones de vivir. A pesar de ello, ha querido vivir más de lo que la realidad le permite vivir. Para eso ha sido la literatura, para eso han sido los cuentos, que al principio, por supuesto, en la caverna primitiva, no fueron escritos sino cuentos orales. Fueron inventados para que los seres humanos pudieran, en la magia, en el ensueño, en el aturdimiento que produce una buena historia, vivir en su fantasía y sus emociones, aquellas vidas que la vida real no les permitía tener y que sin embargo la fantasía, el sueño y la literatura le podían ofrecer.

Bueno pues, quien vive a través de la literatura una vida mucho más rica, más intensa y más diversa que la vida real, nunca estará totalmente contento con la vida que tiene, con la sociedad en la que vive, con el tiempo en el que le ha tocado discurrir. Y detrás de esa incomodidad con la vida tal como es hay siempre una actitud de rebeldía. Una actitud que es el fundamento de la crítica y el cuestionamiento de la realidad, de la sociedad, de la política, de la cultura, de las creencias y de los usos y costumbres, prácticamente de todas las formas y manifestaciones que tiene la vida real en su presente. El ser díscolo, el ser inconforme, el ser un descontento ha sido beneficioso o perjudicial para la humanidad. En ciertas circunstancias pudo haber traído sufrimientos y catástrofes, pero haciendo las sumas y las restas, gracias a la rebeldía, a la inconformidad (…)

(…) igual que los animales, que siguen siendo hoy lo que fueron siempre porque nunca pudieron salir de sus propias vidas, gracias a la comunicación, a las palabras, a la literatura. La literatura nos induce siempre a desear más y a vivir mejor de como vivimos. Y ese ha sido el elemento más dinámico a lo largo de la historia para que cambiáramos, para que fuésemos dejando atrás los medios primitivos, para que la ciencia avanzara y fuera, poco a poco, dominando el mundo natural. Gracias a esa actitud de descontento y rebeldía hemos hechos los grandes descubrimientos científicos y el hombre se ha ido desanimalizando a lo largo del tiempo. Gracias a eso existen las cosas mejores que le han pasado a la humanidad, por ejemplo la libertad. La libertad es una creación humana producto de la rebeldía, el descontento, la actitud díscola, la inconformidad con la vida tal como es, y la vida en el pasado era sobre todo injusticia, brutalidad, oscurantismo, ignorancia. Todo eso lo hemos ido dejando atrás a medida que encontrábamos nuevos espacios de libertad y la libertad iba organizando a la sociedad y disparando las diversas actividades humanas hacia nuevas conquistas intelectuales y espirituales. Gracias a esa actitud existe la democracia, el sistema que ha sabido mejor, a lo largo de toda la historia, hacer convivir a los hombres y mujeres a pesar de sus grandes diferencias, que ha sabido crear un sistema de consensos en los que todos, cediendo algo, podíamos conservar mucho más, un sistema que ha frenado extraordinariamente esa violencia que fue la norma de la vida, a lo largo de muchísimos siglos, en todas las culturas y civilizaciones sin excepción. Gracias a esa actitud de disconformidad con el mundo existen los derechos humanos, la idea de que la persona humana no puede ser un instrumento, que es un fin en sí mismo y que por lo tanto tiene ciertos derechos que deben ser respetados, que no pueden ser atropellados, que los seres humanos no pueden ser convertidos en meros objetos porque tienen una dignidad que debe ser respetada. Y ese respeto es la mejor garantía de vida, de coexistencia, de paz, para el mundo.

Parece mentira, pero todos esos extraordinarios logros que han hecho la vida mucho más vivible y que nos han ido acercando a lo imposible, que es la perfección, de alguna manera han sido realidad gracias a un desasosiego, a una rebeldía y a una inconformidad que, quién lo diría, fue suscitada, dinamizada, promovida por ese quehacer aparentemente tan anodino que es el de inventar historias y contarlas de tal manera que fueran creíbles por quienes las escuchaban o leían.

En todos los aspectos de la vida, la buena literatura nos ha hecho más libres, más audaces, nos ha enseñado a disfrutar y a gozar más que los tiempos primitivos. Por ejemplo en el dominio del amor. Exagerando un poco podríamos decir que el amor, lo que llamamos el amor, esa experiencia tan difícil de definir en palabras pero tan rica, tan extraordinaria cuando la vivimos, esa experiencia que nos enriquece la vida hasta hacernos sentir dioses, superhombres, es una actividad que sin la literatura, sin los poemas, sin las novelas, sin los dramas que se han ocupado del amor, que han sido el gran combustible del amor, sería un quehacer casi puramente animal, la satisfacción de los instintos. Sin literatura el erotismo no existiría. El erotismo es una creación de la literatura y de las artes. El erotismo, que es la desanimalización del acto físico del amor, el erotismo que convierte el acto amoroso en un ritual, que carga el acto amoroso de una creatividad artística, está suscitado, inspirado por fantasías que son fundamentalmente artísticas y literarias. No es exagerado decir, y parece una broma, que quienes han leído buenos poetas, buenos novelistas, que tienen una sensibilidad, unos deseos inflamados por las imágenes que provienen del arte y de los libros, aman mejor, gozan más cuando hacen el amor que cuando una pareja de seres más o menos analfabetos o embrutecidos por los malos programas de televisión, se enfrenta en la lucha amorosa.

Sin la literatura, muchas esferas del conocimiento hubieran quedado probablemente en la total ignorancia para los seres humanos. Muchas veces esos fantaseadores de vidas ficticias se han adelantado en la desilusión o en la revelación de ciertos aspectos de la vida. Muchos antes que los psicólogos nos explicaran las complejidades de la psicología humana ya lo habían hecho algunos grandes escritores. Dostoievski, por ejemplo. Leer a Dostoievski es gozar, sin ninguna duda, es también gozar sufriendo. El mundo de Dovstoievski es un mundo de anomalías, de excentricidades, de sufrimientos, miedos, de hechos terribles. Pero lo más terrible de las novelas de Dostoievski no ocurre en el mundo exterior, el mundo de las conductas y los hechos, ocurre en el mundo de las almas y los sentimientos. Ahí descubrimos, mejor todavía, vivimos con los personajes que inventó lo que significa tener miedo, lo que significa odiar y vemos, compartiendo con sus héroes, muchas veces malvados, esos instintos destructivos que forman parte de la naturaleza humana y que están en las raíces de toda la terrible violencia que ha vivido la humanidad.

¿No nos ha hecho entender muchísimo mejor el horror del totalitarismo moderno un escritor aparentemente de novelas y relatos fantásticos como Kafka? Leer a Kafka es divertirse, desde luego, también estremecerse ante las interioridades que sus cuentos describen, pero sobre todo es entender los extremos atroces de impotencia y de indefensión en que está el ser humano contemporáneo, en sociedades que caen de pronto bajo el control de sistemas verticales, autoritarios, donde todo está manipulado, la información, la comunicación, la ley, el lenguaje de los seres humanos. Hemos entendido muchísimo mejor lo que es una experiencia nimia: enfrentarse al dédalo burocrático de cualquier ente público o privado que nos produce una desmoralización espantosa, porque sentimos que un mecanismo que no entendemos, cuyas llaves e hilos desconocemos, que manejan seres remotos e invisibles que deciden nuestras vidas y muchas veces las empobrecen y las arruinan sin que podamos hacer nada para defendernos contra ello. Ese el destino de los héroes kafkianos y ese es el destino de un mundo que Kafka, antes que ningún científico, ningún profesor, intuyó y transcribió en unas historias que al mismo tiempo que nos ponen en contacto con una realidad dolorosa, dramática y tan característica de nuestro tiempo, nos divierte y nos hace pasar unas horas de lectura extraordinariamente intensas.

Un escritor como Orwell es un escritor que nos ha hecho entender muchísimo mejor que cualquier ensayo sociológico y político lo que es el fenómeno del autoritarismo. Leyendo ‘Animal farm’ o leyendo la novela de Orwell sobre esa utopía futura, una sociedad totalmente controlada por una ideología vertical, donde la ciencia, con sus extraordinarios avances, puede convertirse no solo en el instrumento de la liberación de la enfermedad, de la pobreza, sino en el instrumento extraordinario de la opresión. La ciencia ha llegado hoy día a tener un mecanismo tal de control de la actividad humana que podría hacer desaparecer la iniciativa, la libertad individual. Para entender lo que es la libertad, la importancia de la libertad para que la vida no sea una pesadillas sistemática nada mejor que leer las novelas o los ensayos de Orwell, quien vivió de cerca los comienzos de un totalitarismo que luego alcanzaría extremos de control y de opresión muchísimo mayores, que el intuyó y escribió maravillosamente en sus relatos proféticos.



Así podría ir enumerando innumerables ejemplos de escritores que con sus fantasías, muchas veces sin saberlo ellos mismos, han ido a través de las ficciones que inventaron, haciéndonos conocer mucho mejor el mundo en el que vivimos y sobre todo los peligros que nos rodean, las amenazas que acompañan inevitablemente al progreso, al desarrollo, a la modernización y los magníficos logros que la humanidad ha alcanzado gracias a la ciencia y a la técnica.

La literatura no es pues una actividad prescindible, no es solo un entretenimiento para llenar el vacío con algunas fantasías que nos aturden y obnubilan. Es una diversión extraordinaria, es un placer, pero es también una actividad que enriquece extraordinariamente nuestra existencia.

¿Nos hace más felices? Eso es difícil decirlo. Yo no conozco a ninguna persona que me haya parecido siempre feliz que tenga el menos interés. Por el contrario, muchas veces he tenido la deprimente impresión que aquello que se llama una existencia feliz es una existencia rutinaria, sin misterio, mecánica, casi animal. No sé si la felicidad permanente es posible, pero no creo que sea deseable. Creo que la felicidad es un contraste, la felicidad son determinadas experiencias que precisamente al ser infrecuentes en nuestras vidas, dan a nuestras vidas esa extraordinaria intensidad que parecen transformarla, enriquecerla a unos niveles infinitamente superiores.

Talvez la literatura al sensibilizarnos extraordinariamente sobre las limitaciones y deficiencias del mundo no nos hace más felices y crea en nosotros unas ciertas formas de infelicidad de la que están privados los seres más primitivos y más incultos. Pero sí estoy seguro que la literatura hace de los lectores seres infinitamente más libres o con más vocación de libertad, y también más creativos, más independientes, menos gregarios, menos apéndices de un colectivo o de una comunidad y sí también, en todos los casos, más inconformes y críticos con el mundo en el que viven.

¿Qué clase de ciudadanos debe tener una sociedad democrática, libre, dinámica? ¿Ciudadanos pasivos, ciudadanos conformes con la vida tal como es, ciudadanos gregarios que actúan muchas veces guiados solo por instintos colectivos? Esos son los ciudadanos triviales para las dictaduras, para los estados totalitarios o autoritarios. Pero para las democracias, para esas sociedades abiertas que necesitan estar en una perpetua autocrítica de sí mismas, de tal manera que puedan ir corrigiendo lo que anda mal, perfeccionándose, acercándose a ese imposible ideal: la sociedad perfecta. Lo que necesita es ese tipo de ciudadanos inconformes, ciudadanos que no funcionan de manera automática, con un instinto gregario o animal, sino por actos personales o iniciativas dictadas por la propia conciencia. Individuos conscientes de que todo debe cambiar permanentemente porque la vida estática deja de ser vida y es una forma de muerte y las sociedades que no cambian son sociedades que empeoran y viven esas regresiones tan características de la historia Latinoamericana. Pues si queremos tener ese tipo de ciudadanos, ciudadanos que sean un combustible permanente para la transformación, para el cambio, ciudadanos con imaginación, ciudadanos difíciles de manipular, de esclavizar, ciudadanos conscientes de la importancia de la libertad de pensar, de crear y de expresarse, necesitamos sociedad impregnadas de buena literatura.

Y si lo creemos así, si pensamos que la literatura no es prescindible, debemos actuar en consecuencia y rechazar con rotundidad, con energía, a aquellos que dicen que la literatura debe ser, por ejemplo, en los planes de educación una materia meramente optativa. Ocurre y no solo en los países subdesarrollados, está ocurriendo en países desarrollados donde la literatura ha pasado a ser, en muchos casos, una literatura que se elige, pero que no forma parte esencial del conocimiento.

Creo que esa es una batalla que conviene dar, no en nombre de un quehacer hermoso que da belleza y elegancia a la existencia, sino porque sin la literatura habría una merma fundamental de esas grandes conquistas, entre ellas, primordialmente, una merma de la libertad. Les agradezco mucho su atención.


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